A 20 años de la caída del muro, Rumanía es el mismo país triste y es muy probable que los rumanos vivan esta conmemoración con el mismo pesar que sentían cuando se les obligaba celebrar cosas durante el comunismo de antes del 89, porque hay que decir que el que tuvimos después de ese año fue algo diferente. Después de 20 años de reformas, transiciones económicas, debates, divulgaciones, mineriadas, referéndums, Rumanía continua siendo un país escondido detrás de una muralla. La caída del muro de Berlín fue una sorpresa para un pueblo que se había acostumbrado a vivir bajo el comunismo. Todos juntos estamos sufriendo hoy por culpa de aquella „comodidad” que sentíamos cuándo creíamos que el Estado nos garantiza una casa y un puesto de trabajo, indiferentemente de lo que haremos, pero a cambio de nuestro alma. La generación de nuestros padres esta devastada y desconcertada incluso ahora, después de qué se despertó con esta continua mañana amargada por la resaca post-revolucionaria. Los que vivieron la revolución o cómo se llamara la intervención de los servicios extranjeros de diciembre del 89 en Rumanía no pueden sentir la misma euforia que sienten los berlineses y los otros europeos del Este. Desgraciadamente, para muchos rumanos, a 20 años después de su caída, la muralla parece haber sido la mejor defensa.
Nunca aceptaría un regreso a lo que fue antes del 89 en Rumanía, pero los sentimientos de muchos rumanos en estos momentos festivos son otros, porque mientras que los otros europeos rescatados de debajo de la bota soviética, evolucionaron como sociedad y también como economía, en estos años, los rumanos pasaron de una decepción a otra. Aún desde el principio, en 1990, comenzaron a aparecer las políticas subversivas que se traducían a través de réplicas populares como „Se te ha subido la democracia a la cabeza” o „Nosotros no vendemos el país” (hablando de inversores extranjeros). Desde entonces se podían vislumbrar los signos de una liberación impuesta por la historia, una liberación que el pueblo no pidió. El pueblo famélico no se planteo nunca una vida fuera del comunismo, pero sí quiso quitarse de encima a Ceaușescu, al que lo hubiera reemplazado con otro „Papá„, uno que asegure el lugar de trabajo y la casa para el pueblo. Desde hace 20 años nos gobiernan varios „Papás” qué conocen la debilidad del pueblo rumano y los puntos vitales de una sociedad civil, agotada por la falta de dignidad y abusan de todo.
En un momento dado, en Rumanía de los últimos 20 años se habló acerca de la transición y acerca del „capitalismo salvaje„, como una excusa para el continuo infortunio del sector económico, aplastado por los impuestos de una burocracia que estrangula el presupuesto general de la nación.
Sobre este panorama de esta neurosis de non-acción del pueblo rumano, afectado por los 45 años de uniformización industrial de la personalidad, no podemos esperarnos una clase política vertical, porque tal como decía alguien, los políticos de raza de Rumanía rompieron su espalda en los trabajos forzosos en la cuenca del Danubio.
Mientras tanto, las élites continúan cegadas por un radicalismo digno de una democracia inmadura como la nuestra, donde nuestra pasión de luchar contra el comunismo llegó a ser especulada precisamente por los que en aquel entonces vivían como unos veritables comunistas y ahora siguen valiéndose de políticos respetables.
Desgraciadamente, en los 20 años desde la revolución, los únicos que pagan por el hecho de que cayó un muro son los 70% de los rumanos que viven de un día para otro. Si supiesen que hoy vivirían en la pobreza y la inseguridad, en un país rico, pero mal gobernado por una clase política corrupta, heredera de la antigua Securitate, con toda seguridad que ese muro se hubiera elevado al día siguiente. Aun así se entiende que la tragedia no debe ser tan grande si nos damos cuenta que llevamos 20 años corriendo detrás de una ilusión que la hemos alimentado solos y de la que nos estamos curando ahora, sin prisa, pero sin pausa.