La crisis de los refugiados de Oriente Medio, esa catástrofe humanitaria que ha hecho correr mucha tinta en Occidente y aún más lágrimas de cocodrilo en algunas capitales comunitarias, se está convirtiendo en el barómetro de las inestables relaciones entre Bruselas y Ankara.
En efecto, tras la llegada masiva de emigrantes árabes – musulmanes o cristianos – a Grecia, las instituciones comunitarias empezaron a hacer cábalas sobre la posibilidad de contener esta marea humana, aparentemente deseada por algunos políticos de la Mitteleuropa (Europa Central), pero que genera insatisfacción, cuando no, rechazo, en muchos Estados miembros de la UE. Se barajó, en cierto momento, la hipótesis de devolver a los emigrantes económicos, que no refugiados, a Turquía, primer país de acogida, exigiendo a los políticos otomanos que… asuman su responsabilidad ante la catástrofe.
Ankara no tardó en formular sus exigencias: reclamaba fondos – alrededor de 4.000 millones de euros – para hacerse cargo de las personas desplazadas que se hallaban en su territorio, así como la reanudación de las consultas sobre la adhesión de Turquía a la UE, interrumpidas desde hace más de dos años.
Otra de las exigencias formuladas por el Gobierno de Ankara fue la supresión de los visados comunitarios para los ciudadanos turcos. Una solicitud que los europeos parecían dispuestos a considerar con cierta premura. Sin embargo…
Turquía se adelantó a Bruselas, al anunciar, 24 horas antes de darse a conocer la postura comunitaria, que levantaría la obligatoriedad de visado para los ciudadanos de la UE. Una medida simbólica, ya que la normativa legal vigente en el país otomano se limitaba al pago de una tasa de ingreso simbólica, exigido en los puntos fronterizos. Aun así, el Gobierno turco no dudó en dar el primer paso, confiando en la aplicación por parte europea de criterios de reciprocidad.
Pero la respuesta de Bruselas llegó tal un jarro de agua fría. En efecto, los europeos reclamaron la aplicación de… ¡72 medidas! supuestamente liberalizadoras que las autoridades de Ankara difícilmente podrán aceptar. Entre las más controvertidas figuran la derogación de la Ley antiterrorista, utilizada por los turcos para combatir a la guerrilla kurda, la normativa sobre la libertad de prensa, que aún permite amordazar a los informadores propensos a criticar al régimen, la eliminación de las trabas impuestas a las organizaciones pro derechos humanos.
Si los europeos están dispuestos a albergar a los terroristas en tiendas de campaña, ofreciéndoles más privilegios en aras de la democracia, nosotros no vamos a cambiar nuestro rumbo; que cada cual siga su camino, advirtió el Presidente Recep Tayyip Erdogan en una intervención televisada que no resultó ser del agrado de los políticos europeos. Con razón: el islamista moderado de la pasada década, convertido en islamo-conservador en la mayoría de los medios de comunicación occidentales, aprovechó la ocasión para exigir un cambio de la Carta Magna turca, que contemple la introducción de un sistema presidencialista. Todo ello, unos días después de la sonada dimisión de su Primer Ministro, Ahmet Davutoglu, inseparable compañero de camino de las últimas décadas, que decidió retirarse de la vida política.
La crisis abierta por el innegable endurecimiento de la postura de Erdogan podría poner en tela de juicio en acuerdo con la Unión Europea. No se trata, en este caso concreto, de un simple asunto de visados o de custodia de personas desplazadas, sino de un posible e inquietante cambio de rumbo de la hasta ahora laica Turquía. Sabido es que Erdogan no comulga con el ideario del padre de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk.
¿Otro síntoma de desestabilización? ¿Otro más…?