Dos extraños y contradictorios mensajes de fin de año nos llamaron la atención en vísperas de las fiestas navideñas. El primero procede del Kremlin; el segundo, de la capital de Alemania.
Huelga decir que para la mayoría de los europeos, los protagonistas del 2014 fueron dos amables contrincantes: Vladímir Putin y Angela Merkel. Dos estadistas que encarnan, quieran o no, la nueva guerra fría. La guerra hibrida, para los expertos en polemiología, muy propensos a inventar neologismos adaptados a conflictos de toda índole. Para los polemiólogos, la anexión de Crimea y el conflicto interno de Ucrania forman parte de las llamadas guerras hibridas. Nada que ver, claro está, con la guerra de Vietnam, el conflicto israelo-árabe o la invasión de Irak por la alianza militar liderada por Washington. Las guerras hibridas molestan, pero… no inquietan. Al menos, de momento.
Pero volvamos al tema que nos ocupa: el intercambio de mensajes entre Oriente y Occidente. Quien abrió las hostilidades (verbales) fue Vladímir Putin en su discurso pronunciado ante las Cámaras del Parlamento ruso. Su análisis sorprendió a los observadores extranjeros. En Presidente habló del papel de Rusia en el mundo, haciendo hincapié en el poderío militar de su país que sigue siendo la primera potencia nuclear del planeta. Es inútil hablar con Rusia desde posiciones de fuerza, señaló Putin, recordando a los “interesados” el final de la aventura bélica de Adolf Hitler. El mensaje iba dirigido, sin duda alguna, a los enemigos de antaño de Rusia, que tratan de levantar un nuevo telón de acero. ¿Los destinatarios de esa advertencia? Washington, Berlín y Bruselas. Aunque el Presidente ruso se apresura en añadir que a Moscú lo le interesa el deterioro de las relaciones con Occidente, no duda en tachar el escudo antimisiles desplegado por la OTAN en las regiones fronterizas con la antigua URSS de amenaza para toda la humanidad.
Al evaluar el impacto de las sanciones impuestas por Occidente a raíz de la crisis de Crimea y de la situación bélica que reina en Ucrania, el número uno del Kremlin afirma rotundamente que la coyuntura actual representa un estímulo para el desarrollo nacional de Rusia. Reconociendo el importante perjuicio a la economía de su país tanto a nivel de las relaciones comerciales con los socios europeos como para la estabilidad del rublo, Putin insiste sobre la necesidad de apostar por tecnología nacional, conservando a la vez la calidad de los productos nacionales, así como la relación calidad precio.
También recuerda las presiones ejercidas recientemente por Bruselas sobre algunos países balcánicos (Rumanía, Bulgaria) con miras a obstaculizar la construcción del gasoducto South Stream, variante alternativa de la actual conexión energética que atraviesa el territorio de Ucrania. Tras la renuncia de Bulgaria de autorizar las obras previstas por los acuerdos bilaterales, Moscú dirigió sus miradas hacia… Ankara. En efecto, Turquía se convertirá en el suministrador de gas natural ruso en la región Mediterránea. La reciente firma del acuerdo de cooperación energética entre Moscú y Ankara provocó la ira de Washington y de sus aliados europeos. Mas no será este el primer ni el único motivo de enfado. En este contexto, conviene señalar que algunos kremlinólogos occidentales (¡cielos! ¿Esa “secta” aún no ha desaparecido?) estiman que la política llevada a cabo por Occidente frente a Moscú es a la vez contraproducente y nociva. Nuestros políticos no comprenden a Rusia, afirman los estudiosos anglosajones. Decididamente, no.
Los políticos comprenden lo que quieren y, en la mayoría de los casos, sólo lo que les interesa. Hacer caso omiso de la argumentación del enemigo de antaño forma parte de la estrategia de este partido de ajedrez. Hace años, la propaganda oficial rusa advirtió sobre el peligro del revanchismo centroeuropeo. Se trataba, obviamente, de una alusión poco velada a… Alemania, la primera potencia industrial del Viejo Continente. Los rusos no olvidan los horrores de la Segunda Guerra Mundial.